EL TESORO DEL BRUJO
Para quienes han vivido en ese pueblo cordillerano, situado sobre un extenso territorio desértico que en planicies sucesivas rodeadas de pedregosos cerros descienden hacia el mar, sustraerse a la tentación de buscar tesoros ocultos es casi imposible.
Estimuló la afición numerosas leyendas viejas y nuevas que suelen recordar acontecimientos fabulosos. Así, se menciona a los incas y las giras que en otras épocas hacían para recaudar tributos, seguidos por cientos de esclavos que cargaban vasijas repletas de oro y plata. Para muchos no cabe ninguna duda de que, por el volumen recolectado y las dificultades de transporte, hubo la exigencia de enterrar más de una vez esos tesoros que, por cierto, quedaron allí al alcance de quien los encontrara.
Ciertos estudiosos hacen notar que esta región fue escenario de violentas batallas entre los dos países que la limitan. Por lo tanto, no es raro suponer que los ricos de la región ocultaran joyas y oro en barras para evitar su decomiso, que, desde luego, nunca recuperaron.
Se habla, también, de un sable sorprendente cuya empuñadura contenía inscrustaciones de valiosísimas gemas y que un general perdió sin remedio.
Viviendo allí, tampoco yo me libré de la ambiciosa curiosidad. A pocos meses de haber llegado, ya me había puesto de acuerdo con dos amigos para ir en busca de un tesoro. Con objeto de evitar malas informaciones, decidimos visitar a un brujo ya célebre por sus dotes de descubridor de tesoros.
Este brujo vivía junto al lecho de un río. Era un viejo no muy alto, de larga barba, con la piel muy arrugada. A pesar de sus años, numerosos seguramente pero indefinibles, se le veía vigoroso y enérgico.
Cuando llegamos a su choza nos recibió cordialmente.
-Pasen, pasen -dijo-. Siéntense donde puedan.
Hizo una mueca que, acaso, quiso ser una sonrisa y luego agregó:
-¿Quieren correr la calabaza, verdad?
Ese era el método que lo había lanzado a la fama. En una calabaza que llenaba de yerbas misteriosas enterraba una vela que exorcizaba con palabras del más allá. Se suponía que la vela se convertía en una especie de brújula para encontrar tesoros. En la noche, uno cargaba la calabaza con la vela encendida y ésta llevaba a su propietario hasta el tesoro más esquivo.
Por eso la pregunta no nos sorprendió.
Pero antes, debimos someternos a la “prueba de la mesa de tres patas”, en cuya cubierta se ponían las manos.
Cuando fue mi turno la mesa pareció cobrar vida y empezó a balancearse con cierto extraño compás.
La cara del brujo se iluminó.
-Este es el hombre -dictaminó-. El tiene que encabezar el grupo y ser primero en excavar. Ante cualquier situación que se produzca, ruidos o preguntas, únicamente él puede tomar la iniciativa o contestar. Los diablillos son muy desconfiados y quisquillosos. No les gusta oír groserías y rechazan a los seres mal hablados o descreídos. Recuerden que si se les insulta son muy vengativos. Se sabe de numerosos casos de buscadores de tesoros que han sufrido parálisis y hasta infartos en el mismo lugar. Si algo no les gusta a los diablillos, directamente mueven el entierro a otro sitio. Es preferible no hablar...
A continuación, el brujo nos explicó lo relativo a la calabaza y nos señaló la lista de cosas que debíamos llevar para el día oportuno: comestibles, palas, picotas, lámparas, buenas botas para correr, dos garrafas de vino tinto, tres gallinas negras vivas, diversas yerbas y otros elementos.
En los días siguientes nos dedicamos a reunirlas, agregando sendas cantimploras de aguardiente para nuestro consumo.
Bien pertrechados partimos una noche al encuentro del brujo. Había que caminar alrededor de cuatro kilómetros por un terreno accidentado que terminaba en tres caminos interiores.
Ya a la distancia divisamos al brujo. Estaba encuclillado frente a una fogata. Sobre ella, colgando de unos fierros cruzados, había una enorme olla llena de agua.
No bien nos oyó llegar, el brujo se levantó y pidió las gallinas.
Nos observó de soslayo.
-Han tardado mucho -dijo-. Ya la medianoche está encima.
En seguida, cargando las gallinas se dirigió al punto de convergencia de los caminos. En este lugar sacó un cuchillo curvo y en el aire cortó el pescuezo de una de las aves.
. Con la sangre fue dibujando un círculo bastante amplio que completó con el degüello de las otras gallinas. Después, clavando una varilla en el suelo, se irguió y miró hacia las tinieblas., iniciando una suerte de plegaria violenta.
Volvió luego y recogió la calabaza. En ella reunió las yerbas y operó durante un tiempo haciendo extrañas manipulaciones y aumentando la cadencia de su ininteligible letanía. Puso después la vela dentro de la calabaza, la rodeó de yerbas y de algo más que extrajo de entre sus harapos, y la encendió.
Con la calabaza y vela, el brujo se dirigió a un punto oscuro del sector. Lo vimos alejarse y no dejamos de observar la llama y parte de la cabellera blanca del brujo. Todavía la letanía era audible. Un momento más tarde, sólo quedó visible la llama como suspendida a media altura.
De improviso sentimos la voz del brujo a nuestras espaldas. Nos volvimos asombrados.
-Ya -nos urgió-, pronto... la calabaza está por irse.
-Tomamos palas y picotas y nos dirigimos hacia la luz.
Estábamos a algunos metros de distancia cuando la pequeña llama comenzó a desplazarse para adelante. La seguimos. Así anduvimos un buen trecho. Ahora, ya no era fácil caminar por las depresiones del terreno que con la oscuridad no veíamos.
De un instante a otro, la luz apresuró su marcha. Tuvimos que correr. A intervalos, pronto volvía a brillar, a veces más alto a veces más bajo. obligándonos a seguirla de cerca.
Por cierto, en la persecución sufrimos incontables caídas y tropezones entre las piedras.
Nos dimos cuenta que en ocasiones, cuando nos detuvimos para tomar aliento, la luz también lo hacía, como esperándonos. Luego volvía a moverse más y más rápido conduciéndonos en locas carreras y saltos por los montículos de piedras y los agujeros del terreno. Resoplábamos de agotamiento.
A una hora del inicio de la travesía, vimos que nos estábamos acercando al pueblo cuya iluminación se suspendía a medianoche. Como burlándose de nosotros, la luz dio un gran rodeo antes de entrar en él.
Ya nuestro agotamiento llegaba al extremo. En un último esfuerzo tratamos de alcanzar la luz, pero esta se perdió en una de las callejuelas.
La reencontramos junto a un buzón. Parecía tranquila, acechante. No bien nos acercamos, comenzó a correr de nuevo.
Finalmente al término de una calle descendió suavemente. Apoyados en los muros, acezando, la observamos. Dio la impresión de extinguirse. Más, de improviso, se iluminó brillantemente y se introdujo a un edificio en construcción. La seguimos. Estaba con calabaza y todo sobre un monolito de piedras y tierra. En ese punto, se apagó lentamente con algunos chisporroteos y murió del todo.
Afiebradamente saltamos al interior del edificio, encendimos nuestras lámparas y apartamos la calabaza. A continuación, di el primer golpe de picota en el sitio preciso donde ésta había estado y otros a cada lado, en cruz. De este modo comenzó la excavación.
Entonces, nada ni nadie podría detener nuestra labor. Estábamos convencidos de que el tesoro ya era nuestro.
La tierra estaba dura y abundaban las piedras. El trabajo era agotador. Las picotas sacaban chispas al golpear en las piedras. Cuando sucedía suspendíamos la labor y nos mirábamos.
La excavación proseguía. Sentí que sudaba copiosamente. Tres horas más tarde habíamos conseguido hacer agujeros de poco más de un metro. No obstante, no encontrábamos nada, ni siquiera diablillos.
Un sopor comenzó a invadirme. De pronto, al inclinarme para separar unos pedruzcos caí de bruces y me dormí profundamente.
Cuando desperté, las primeras horas del día se anunciaban. A mi lado dormían los otros buscadores de tesoros, con los cuerpos semicolgados en el agujero.
Miramos en derredor.
Alguien, aprovechándose de nuestra fatiga, nos había robado las herramientas y las lámparas.
Nos pusimos a maldecir al unísono.
De nuestra aventura, como mudo castigo, sólo quedaba la calabaza con el cebo y la vela.
Como piltrafas, salimos al exterior.
La luz del sol naciente nos dio el último golpe.
Junto al edificio en que habíamos pasado esa pesadilla, había un gran letrero: “Banco de Vasconia, un tesoro para el inversionista, en construcción”.